jueves, 22 de junio de 2017

Camino de Santiago


Camino de Santiago
Obra de Francisco Porto


Por Martha Salim Naime


Camino recto, camino erguido, camino buscando un sentido. Camino porque tengo un objetivo, y no pararé hasta alcanzar mi destino.
Inscripción en la obra de Francisco Porto

Llegué a Santiago de Compostela, con un grupo de compañeras de viaje, en camión, pero eso sí, con espíritu de peregrinación: de ver la vida como un camino y el camino como la vida;  mi vida. A pesar de las circunstancias, aprovechamos la oportunidad de recorrer los últimos cinco kilómetros del camino francés. Muy poco, muy corto,  pero al final, significativo.

Por lo breve del recorrido, decidí hacer de esta oportunidad, una experiencia integral y comencé, la primera etapa,  en silencio.  Andando sobre un entorno rural, sólo prestaba atención a mi respiración, al sonido de mis pasos al caminar y a las señales del camino: las vieiras o conchas de Santiago y las flechas amarillas.

El diálogo interior comienza enseguida: que si aguantaré a este ritmo, que si podré llegar sola hasta la catedral, que si el sol, el calor o la sombra; que si sería capaz de hacer un camino más largo, que si sólo en Compostela o en otro lugar; que si camino como vivo o que si vivo como camino.

Pronto me di cuenta de que mi aspecto y el de mis amigas llamaban la atención de los peregrinos con los que nos topamos en el camino. Nuestra indumentaria y carencia de equipaje denotaban que no veníamos de lejos ni preparadas para un largo recorrido y a pesar de eso,  nos saludábamos como todo aquel que se encuentran por esas sendas: ¡buen camino!, nos decían y ¡buen camino! respondíamos a la vez.

Cuando se terminó el área rural y entramos a la periferia de la ciudad, una  zona más moderna, tanto el tráfico, como los semáforos y el cruce de calles y puentes nos obligaron a hacer grupo. No sólo entre las que nos adelantamos al grupo de amigas, sino  junto con otros peregrinos o paseantes que, igual que nosotros, se dirigían a la catedral.

Las preguntas planteadas en los primeros pasos comenzaron a encontrar respuestas espontaneas. No llegaría sola a mi destino, por varias razones. La principal, me gusta la compañía, el apoyo y la solidaridad; compartir, convivir y comentar, En momentos escuché y fui escuchada. En momentos esperé y fui esperada; sólo nos deteníamos a tomar una foto para eternizar el momento.

Buscar las vieras,  incrustadas en el piso o pintadas, y las flechas amarillas se había hecho necesario en tanto nos adentrábamos a la ciudad. Alguien las puso ahí y las mantiene visibles. De pronto me di cuenta de que, ya no buscábamos las flechas, sino a ciertos peregrinos que nos habían pasado con paso más ágil y decidido. Entonces, ellos se convirtieron en las flechas amarillas; en aquellas personas que en la vida nos sirven de guías porque caminan con seguridad por delante del camino que queremos seguir.

El aspecto de la ciudad, moderno y actual, rompió en definitiva la experiencia del silencio con la que comencé el camino y me alegré de haber tomado la decisión de disfrutar de mi misma durante la primera parte del recorrido. Me agradé como compañera de viaje, mis diálogos internos fueron directos, amables y constructivos.

Para la tercera parte del camino, el tráfico había disminuido porque nos adentrábamos a la parte de la ciudad de calles angostas, con algunos tramos curvados y otros rectos. En varios puntos del recorrido alcanzábamos a ver, por encima de las construcciones, la punta de las torres del campanario de nuestro destino y nos alegramos. No teníamos idea de cuánto faltaba para llegar pero la certeza de ir en la dirección correcta nos inyectaba energía.

Esto me hizo recordar las veces que he caminado, por la vida, casi a ciegas. Sin saber qué viene después, cuál será el desenlace y cómo estaré yo al final de ese recorrido. Ese no saber por dónde llegaré a mi meta, pero sé que lo lograré  es a lo que yo le llamo fe.  A esta altura del camino,  nuestro pequeño grupo de amigas dividido en dos, ya era compacto.

Esta fue la etapa más larga, y que exigió de nosotras un mínimo de disciplina para seguir avanzando. No nos detuvimos a ver aparadores, ni a comprar una bebida o algo de comer; ni siquiera a preguntar si esa era la mejor ruta. Nuestras flechas amarillas iban por delante, señalando el camino, vestidas de negro o multicolores, con aspecto de varios días de camino y ligeros de equipaje. Sentía mis piernas temblar por el esfuerzo y las plantas de los pies a punto de ebullición. El ánimo de mis compañeras me contagiaba para no desfallecer. Sin duda hay decisiones en la vida que no pueden improvisarse y requieren de, al menos,  una preparación mínima.

Entre risas, interrumpidas por silencios espaciados y pequeños sorbos a una botella de agua que se había entibiado por la temperatura del ambiente, entramos a la última etapa. La zona medieval y casi por completo peatonal, de calles más estrechas y onduladas,  nos proveían de espacios sombreados que aligeraban el peso del calor de esa hora de la tarde. Un horario que no elegiría un peregrino en su sano juicio para iniciar una jornada de caminata, pero que un grupo de peregrinas cuasi improvisadas, decidimos aprovechar.

Aunque sabíamos que faltaba poco para llegar, el esfuerzo tuvo que ser mayor. El ritmo de nuestros corazones, acelerados por la emoción y el brío, nos marcó un nuevo ritmo. Tal vez fue casualidad, pero la proximidad a la meta nos envolvió en un ambiente de silencio: de estar cada una consigo misma, de hacer un cierre, un balance, una recapitulación, tal vez, de la experiencia que estaba por concluir. Me sentí agradecida por haber finalizado.

El  Camino de Santiago deja un bagaje que marca, en un antes y un después¸ a las personas que lo realizan. Es imposible no hacerse peregrino durante el recorrido y asumir el camino como la vida. Compostela, el campo de la estrella del fin del mundo conocido,  —Finis Terrae— es, desde hace siglos, un lugar de peregrinación por excelencia.

Como resultado de mi experiencia personal del camino, resumo que logré los objetivos que me propuse: hacer una experiencia integral, conmigo misma y con los demás;  completar el trayecto, aunque breve,  demandante;  y responder mi pregunta existencial: ¿vivo como camino, camino como vivo? Y tú, ¿cómo peregrinas por la vida?



(*) Martha Salim Naime. Es Administrador de Empresas con Maestría en Ciencias del Matrimonio y la Familia y diplomado en Tanatología por el Instituto Superior de Estudios para la Familia (Juan Pablo II). Es consultor familiar y cuenta con la certificación para ser facilitadora de la herramienta pre-matrimonial FOCCUS. 

miércoles, 14 de junio de 2017

Los papás evolucionan

Por Alida Maria Madero

Ser Padre es encontrarse en situación de cuidador, de transmisor de mundo.  
Alejandro Rozitchner

El Día del Padre es una fecha conmemorativa para honrar la paternidad en la familia y la influencia del hombre en la vida de sus hijos. Esta celebración, nacida en Estados Unidos de la gratitud de una hija hacia su padre, se extendió rápidamente a Europa, América Latina, Asia y África como una manera de homenajear a los papás y reconocer su papel en la crianza y la educación de sus hijos.     
     Sea cual sea la fecha, lo importante es que existe un día especial para recordar a los padres cuánto les queremos, darles las gracias por su amor y su entrega y celebrar en familia eso, la felicidad de ser una familia.
     Hace tiempo, celebré con mis compañeros de universidad un aniversario más de nuestra graduación. La mayoría de mis amigos de generación son hombres porque estudié una ingeniería; todos, o casi todos, son papás. Me dio mucho gusto verlos en ese rol, de papás e incluso uno que otro abuelo.
     En esa reunión platiqué con un papá sumamente emocionado por la boda de su hijo, otro orgulloso de los logros de su pequeña estudiando en el extranjero, uno más preocupado por la crisis en el matrimonio de su hija, incluso uno que le encanta la fiesta yéndose temprano para ir por sus hijas, todos compartiendo las fotos de sus hijos con orgullo.
     Me encantó verlos en con ese espíritu alegre y “siempre joven” de los papás modernos. Antes, cuando un hombre se convertía en padre, de inmediato cobraba una actitud de “señor respetable” y asumía una seriedad y rigidez de persona mayor. Ahora los papás están más involucrados y hablan más de emociones. 
     Nuestra generación vive ese periodo de transición, en el cual coexisten relaciones de padres e hijos tradicionales matizados por el papá autoritario y otras más cercanas, más entrañables. De tal manera que la forma de relacionarse de los varones con sus hijos e hijas está cambiando.
     Nos toca vivir esa evolución donde la mujer que trabaja y desarrolla una carrera, poco a poco ha dejado al hombre involucrarse en las actividades del hogar, crianza y acompañamiento de los hijos.
     Para muchos la convivencia con sus hijos e hijas ha sido novedosa y gratificante, se han abierto a nuevas formas de ser hombres y padres, lo que los ha llevado a reconocer sus limitaciones, temores, relaciones de autoridad, pero a su vez se han deleitado en la convivencia con sus hijos e hijas, pudiendo reconocer que son personas diferentes a ellos, con gustos, sentimientos y pensamientos diferentes.
     Yo no soy papá, solo sé ser mamá, así que para poder plasmarlo les comparto algo de lo expresado por Alejandro Rozitchner en su artículo publicado en el diario La Nación: “Entre padres e hijos se trata de amor. Es un asunto de calidez, cariño, presencia y disfrute de experiencias compartidas. De cercanía real, no esquivada. Tiempo, tiempo pasado en común y elaborado como sentido para nuevas experiencias. Es encontrarse en situación de cuidador, de transmisor de mundo, tener mucho a cargo y tener miedo de no dar la talla y al mismo tiempo sentir que esa pieza faltante, ahora hallada, hace que toda la vida propia encuentre su lugar”.
     Así que muy feliz Día del Padre a todos los que tengan hijos. También a los que no son biológicos, sino del corazón; a los que son el plan B porque el papá no está: los abuelos y los tíos.
A esos papás que no les enseñaron a hablar el idioma del amor, y lo tratan de expresar en disciplina y mano dura; a los sobreprotectores y a los distraídos.
     Engendrar a un hijo es fácil, lo complicado es lograr que crezca feliz y sabiéndose lo más importante del mundo para alguien.


(*) Alida Madero, es Ingeniero en Industrias alimenticias egresada de la Universidad de Monterrey (UDEM). Tiene diplomados en Logoterapia y Desarrollo Humano. Actualmente coordina el programa Foccus Prematrimonial en la Arquidiócesis de Monterrey, el cual  trabaja con las parejas que están comprometidas para contraer matrimonio. 



Contáctala en foccusmonterrey@gmail.com


Articulo publicado originalmente el 17 de junio de 2015 en: http://www.sexenio.com.mx/columna.php?id=9383